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LIBRETO DE EXISTENCIA

Por Luis Correa-Díaz

Carlos Marzal

Euforia

TusQuest Editores, Barcelona, 2023.

Hace ya un rato que he venido fantaseando con la idea de lo póstumo. He escrito mis últimos libros bajo ese predicamento, por razones que no son del caso explicar ahora, pero que se resumen en ese deber de futuridad del que tiene que hacerse cargo un poeta. Y he aquí que leo en la página 35 este estremecedor poema de Carlos Marzal, “Disposiciones póstumas”, cuyos versos iniciales habría querido escribirlos yo: “Hace ya mucho tiempo que dispuse / considerarme un individuo póstumo”. Y, quizás —como lo experimentara Pablo Neruda con su serie de obras (al cabo) póstumas, no planeadas como tal pero sí así resultantes—, no es otra cosa que una “conciencia”, como insiste Marzal, una conciencia que se sitúa en lo in extremis, pero no para dolerse de la muerte propia o de la expansión del universo, sino para recordarnos que el acto de habla en cuestión “[s]upone / una voluntad febril de nacimiento” y, dentro de ésta, de reconversión del discurso y la vida, quisiera proponer en este breve comentario de libro (recientemente publicado).

Recibo Euforia en mi casa de Athens, GA, USA, dedicado y autografiado por el poeta, gracias a María del Puig Andrés, quien escribió su tesis de doctorado (Ultramodernos y trangeneracionales: la renovación interior de los postnovísimos en la poesía española, University of Georgia, 2006[1]) conmigo sobre los poetas de la generación de los 80: Carlos Marzal, Vicente Gallego, García Montero, Almudena Guzmán, Blanca Andreu, Aurora Luque y Julia Castillo. Leer Euforia en nuestro tiempo que, sin temor a errar en lo esencial, se podría calificar de disfórico en casi todas las áreas de la acción humana, ha sido una experiencia casi rejuvenecedora, si eso fuera posible. Si se lee con la buena voluntad del sano humor el poema “La madurez”, quedo convencido que sí es posible, una reivindicación de la inmadurez, a condición de renunciar a creerse dueño de este mundo, de esa “desobediencia” íntima del niño que fuimos (57-58).

Creo que el título del libro no es sólo tal, sino también un manifiesto en sí sin querer ni buscar serlo, y sirve de concepto-guía para recorrer cada una de las cuatro secciones (“Oigo voces”, “Ilusionismo”, “Un verano tenaz” y “Yo te ajunto”) que componen este conjunto así llamado. Secciones que podría postularse son cuatro libros, aunque eso nos llevaría a un análisis de otra envergadura. Reza la publicidad editorial de la solapa que con este libro se asiste al regreso (esperado) de Marzal a la publicación de su poesía. Un lapso de 13 años puede resultar poco o mucho tiempo, según se mire, lo que importa respecto a un poeta de su valía —autor reconocido y admirado, como se sabe, cuyos poemarios más influyentes fueron Metales pesados (2001), Fuera de mí (2004) y Anima mía (2009). El mismo explica su ausencia de la esfera poética pública en el (meta)poema “La visita”, donde repiensa “aquello que solemos llamar inspiración”: “Después de muchos años sin escribir ninguno, / ayer logré acabar otro poema” y sigue el relato de tal experiencia, compartida con lectores privados; pero lo que cuenta, según mi perspectiva personal y en relación a esa noción de poesía póstuma, es aquí el final: “Qué extraña maldición: / cada poema / aspira a ser el último que escribas” (81-82). Una maldición que no deja de tener su razón de ser porque uno lo será y ése será el bendito. Y el poeta es responsable de él.

Volviendo al concepto-guía de euforia, para no robarle a nadie la experiencia individual con cada uno de estos 116 poemas, ninguno póstumo ya, y para ofrecer, simplemente, una especie de llamado de atención a lo que considero la dirección y la magnitud del campo magnético de este libro, el que, obviamente, no queda definido  teniendo en cuenta sólo el poema homónimo, donde el yo declara, por fin y sumándose a una actitud muy poco frecuente, la de la rehabilitación/ desintoxicación del / de la uno/a mismo/a por sí mismo/a: “Sólo valgo la pena en mi alegría” (85-86). La ubicua disforia color de ceniza de nuestra época —tristemente propagada por la poesía y el mundo de la canción en todos los géneros, excepciones hay, claro, y aprovechada al máximo por el mercado y la política— se ve sometida al conjuro verbal de un poeta que se encara con el “Miedo de ser feliz” (151-152).

Evidentemente, el lector, cualquiera sea su identidad de género y su trato con la poesía y las circunstancias de paz interior, podrá dar cuenta de “[e]ste idioma [suyo, el de Marzal y de que quien vea en sus poemas un libreto de su existencia] es un modo de sentir / el mundo que me envuelve, mi manera / de mostrar mi adhesión al universo” (“Este idioma”, 241). No me caben dudas que se sentirá amado y compelido a salir de sí para participar de su amor mundi y, si se me permite mi propio testimonio, agrego: cósmico, el que sólo se puede cantar en lengua materna, si hacemos caso al poema “Determinismo sentimental” (213-214) y a otros de similar tenor, como, por ejemplo, el último del libro. Sólo en este amor cósmico se entiende eso que denominamos ser nuestra “Canción geológica” y nuestro tan entonado “mi amor por ti”, porque “a quien tú y yo / amamos de verdad”, además de ser los datos más duros de la realidad, dice el poeta (233-234), no somos ni a ti ni a mí, digo yo, eufórico en este diálogo.


[1] https://getd.libs.uga.edu/pdfs/andres_maria-del-puig_200605_phd.pdf.